Capítulo 5
Capítulo 5: El círculo virtuoso
Este capítulo abandona el misticismo de los anteriores para adentrarse en una temática algo más parecida a un libro de autoayuda.
Mi intención es que veáis que, pese a tener más información al alcance de la mano que nunca antes, también estamos probablemente más desinformados de lo que hayamos estado nunca. Pretendo que, hagáis lo que hagáis, seáis conscientes de por qué lo estáis haciendo. Y quiero llegar un pasito más allá y, mediante el despertar individual de cada uno, llegar a dar un paso más, ya no de forma individual, sino como humanidad en conjunto.
Creo que la humanidad tiene una memoria colectiva, no sé si genética o no. Hay quien lo denomina los archivos Akásicos, una memoria universal de todos los humanos en la que está registrada cada acción, cada pensamiento y cada vida humana desde el mismo inicio de nuestra existencia. Esto permite que una vez algo se ha hecho una vez, ese algo le sea más sencillo a los que vienen detrás. Como el campo morfogenético de Rupert Sheldrake, que viene a decir que las mentes de todos los individuos de una especie se encuentran unidas y formando parte de un mismo campo mental planetario. Las mentes de estos individuos se verían afectadas por este campo y a su vez afectarían a este campo. De esta forma, si un individuo de una especie aprende una determinada habilidad, le será más fácil aprenderla a todos los individuos de dicha especie. Y cuantos más individuos aprendan, tanto más rápido lo harán los restantes. Creo que se puede alcanzar una masa crítica, gracias a la que, cuando un número suficiente de personas pasen a comportarse de forma consciente, el resto empezará a ver como lo «normal» el comportarse de forma consciente y la humanidad habrá avanzado un gran paso.
Hablo de «consciencia», no de formas buenas ni malas de pensar. La gente no es consciente de muchas cosas, y si lo fuera, cambiaría ciertos actos. Muy poca gente contestaría afirmativamente a esta pregunta: ¿te gustaría que tus nietos fuesen infelices o viviesen rodeados de miseria o puede que ni viviesen? O a esta otra: ¿te mola que para que tu camiseta cueste menos haya habido mujeres viviendo hacinadas en un barco en aguas internacionales con una jornada de trabajo demencial a cambio de un sueldo miserable? De haber gente así, y probablemente, haberla, hayla, esta gente serían franca minoría. Sin embargo, no actuamos consciente ni coherentemente, asumimos sin más los mensajes que nos llegan y consumimos por encima de las posibilidades del mundo. Pero este no es el capítulo de incitaros a cuidar el planeta, eso está en vuestras manos y consciencias, y os podéis informar en cientos de sitios sobre cómo hacerlo. Este es el capítulo de empezar a cuidar de nosotros y de querernos a nosotros mismos, para, de esta forma, ser felices. Y solo cuando seamos felices podremos empezar a intentar cuidar del exterior con esperanza de éxito.
El «ejercicio inicial» es tan sencillo y a la vez tan complicado como ser feliz. Es sencillo porque solo consiste en eso, y complicado porque ser feliz requiere de un entrenamiento continuo.
«Yo soy así», oiréis a mucha gente para justificar su pesimismo o su mal humor. Y ciertamente lo son, pero no porque genéticamente hayan nacido malhumorados. Simplemente, se han ido construyendo un carácter malhumorado a lo largo de toda una vida y cambiarlo es una tarea tan monumental y titánica en apariencia que ni lo intentan, pese a los muchísimos beneficios que ese cambio podría proporcionarles. Han entrado en un círculo vicioso.
Si lo resumimos, el círculo vicioso podría quedar en algo así: palabras negativas llevan a pensamientos negativos, que se transforman en emociones negativas y dan lugar a actos negativos. Estos generan nuevos pensamientos negativos y se reinicia el círculo.
La buena noticia es que el círculo vicioso se puede romper en cualquiera de sus puntos, y aunque cambiar emociones negativas por emociones positivas es muy difícil, cambiar palabras negativas por palabras positivas no lo es tanto. Aunque al principio no te las creas ni tú mismo, si perseveras, esas palabras positivas acabarán produciendo pensamientos positivos, y aunque estos sean como islotes solitarios en mitad de un mar de emociones negativas, si sigues generándolos —y solo tienes que utilizar palabras positivas, no es tan complicado— esos islotes crecerán más y más, y lo que antes eran emociones negativas, pasarán a convertirse en emociones positivas que generarán por sí solas actos y palabras positivos —esta vez sin que tenga que mediar tu fuerza de voluntad para ello— y te llevarán a más pensamientos y emociones positivas. Habrás transformado, mediante tu fuerza de voluntad para forzar una sonrisa y buenas palabras, un círculo vicioso en uno virtuoso.
Os voy a contar cómo llegué a ser el optimista nato que soy hoy en día, pero antes voy a matizar un concepto. Cuando hablo de optimismo no me refiero a volver el mundo de color rosa y que todo sea precioso, fantástico y estupendo. Me estoy refiriendo a que uno puede sacarle el lado positivo a todo lo que le pasa, por muy malo que esto sea, y disfrutar del día a día aunque tenga situaciones que no le gustan. Porque no podrían existir las sensaciones positivas si no hubiese sensaciones negativas con las que compararlas.
Me levanto por la mañana. No me ha sonado el puto despertador o lo he apagado sin darme cuenta, me cagüen la hostia, voy a llegar tarde otra puñetera vez. Hago las cosas deprisa y corriendo, y cuando estoy engullendo el desayuno, me clavo el pomo de la puerta de la cocina en un costado y me lo incrusto a más no poder. Tras los consiguientes juros y maldiciones, salgo de casa a todo correr, no sin antes pegarle un buen chorreo a mi hijo, a quién se le ha ocurrido preguntarme algo mientras me chocaba con la puerta. Vaya mierda de día está comenzando. En el camino al trabajo se me desintoniza la radio y solo puedo escuchar a una idiota hablando tonterías sobre lenguaje. La gente es súper idiota de verdad, un montón de idiotas en su estúpido mundo de yupi riéndose en medio de un atasco; pues está el mundo como para reírse, no te jode… Y encima, cuando llego al jodido trabajo, el jefe está entrando y ve que llego 10 minutos tarde. Y el puñetero me mira y me pregunta con todo el recochineo que si me ha pasado algo. Emito un juramento en voz baja y le lanzo una mirada asesina mientras le digo que todo está perfectamente.
Me levanto por la mañana. He vuelto a posponer la alarma y tengo el tiempo encima, pero al menos me siento descansado. Me bebo el café a toda prisa mientras engullo el desayuno y cuando voy a salir, me incrusto el pomo de la puerta en el costado. Suelto un juro y miro el morado que me está saliendo. Al menos ha sido una buena excusa para bromear con mi hijo, que justo me ha preguntado qué hora era mientras me chocaba por la puerta y se ha desternillado cuando ha visto mi cara de sufrimiento diciéndome que era un flojo. Cuando voy en el coche se me desintoniza la radio, y en lugar de ir con mi música habitual, escucho a una mujer hablando sobre la PNL (programación neurolingüística) y pienso en que debería cambiar mis juros por algo más positivo, pese a saber que eso es un trabajazo y que me va a costar. En medio de un pequeño atasco me entretengo contando chistes malos con los dos coches de mi lado; he tenido una competición muy seria por ver quién contaba el peor chiste, pero ha sido bastante entretenido, la verdad. Al llegar al curro me cruzo con el jefe, que me pregunta preocupado si me ha pasado algo, es un cielo de hombre. Bromeo con él, enseñándole el morado que me está saliendo porque me he quedado dormido y he ido a matacaballo, y diciéndole que este curro me va a quitar la salud.
El mismo comienzo de mañana visto por dos personas diferentes. O incluso por la misma persona, pero encerrada en marcos diferentes. La primera, con su marco claramente negativo, que no hace sino regodearse en sus negativas emociones y traslada eso a los demás, lo que provoca un enfrentamiento continuo con todo el mundo y genera aún más malos pensamientos. La segunda, con un marco positivo que le lleva a ver el lado bueno de las cosas y que permite que hasta las cosas malas le resulten agradables, al menos en parte. Lo que les ha ocurrido ha sido exactamente lo mismo, pero, sin embargo, sus reacciones han sido diferentes. Cuándo el jefe les lleve los papeles que tienen que rellenar, ¿a cuál de ellos crees que le llevará un café? ¿A cuál de los dos crees que sonreirán los compañeros de la oficina? ¿Y qué clase de pensamientos y emociones generarán estos dos hechos?
¿Eres tú la misma persona o reaccionas igual en tu familia a la hora de la comida si has tenido una mañana espléndida que si has tenido una mañana terrible? No, claro que no. Ni tú ni nadie, porque tanto las cosas buenas como las malas nos hacen segregar un montón de sustancias que nos hacen sentir bien o mal, y según cómo nos sintamos, reaccionaremos al medio externo.
Pues bien, para ser felices es importante ser capaz de ver el lado bueno de las cosas. Todas las situaciones tienen algo bueno. TODAS. Lo que pasa es que lo bueno puede ser tan chiquitín en comparación a la parte mala que se pierde en la infinitud de esta. Así que podemos distinguir tres tipos de situaciones que se subdividen a su vez: las buenas, las neutras y las malas. Dentro de estas puedes hacer tantas divisiones como gustes.
En las buenas es fácil ver el punto positivo. En las neutras no cuesta demasiado, pero quizá haya que entrenarse un poquito más. En las malas es difícil, sobre todo si son muy malas.
¿Cuál es mi consejo? Aprende a ver la parte positiva a las cosas buenas y neutrales. Consigue que lo que para otras personas es algo neutral tirando a malo, sea para ti, que eres capaz de sacar el lado positivo, algo abiertamente bueno. Y disfruta en lo posible de las malas. Date un tiempo para que el dolor te afecte y regodéate en él, pero no mucho.
¿Qué clase de sádico puede decir eso? Pues uno que sabe de lo que habla. Pensad en lo que os he dicho antes. En que el cuerpo segrega ciertos tipos de sustancias para hacer que nos encontremos bien y otras que hacen todo lo contrario. Pero el cuerpo tiene un tope. Es decir, no se pueden segregar más endorfinas de las que tengas en ese momento. Pues con las sustancias malas pasa lo mismo. Y si llegas a ese tope, de ahí en adelante, cada vez que te pase algo que antes considerabas malo, como en comparación no es nada, tú cuerpo no segregará apenas sustancias malas y tú serás prácticamente invulnerable a la infelicidad. Pero antes habrás tenido que superar lo que quiera que te pasase.
Por otra parte, esos topes pueden entrenarse. Si te dedicas a segregar sustancias malas viendo el lado negativo de las cosas constantemente, al final el total de estas sustancias que podrás segregar será muchísimo más alto y, por ende, podrás ser mucho más infeliz que alguien que no se haya entrenado en ello. Este entrenamiento sucede de la misma manera con las buenas. Y recalco que está bien sufrir de vez en cuando, e incluso regodearse en tu dolor, pero siempre y cuando intentes no cronificarlo y hacer de ello tu forma de vida.
La vida del primer mundo genera sufrimientos del primer mundo. Y una chiquilla de 19 años a la que nunca le ha faltado absolutamente nada y que, por suerte para ella, nunca ha perdido a nadie ni pasado por ninguna enfermedad grave, ni por ningún desengaño amoroso importante, puede llegar a sufrir mucho por algo tan tonto como no saber qué zapatos combinar con el vestido que ha comprado para la fiesta de fin de curso. Y ese sufrimiento y ese estrés van a ser reales y se lo van a hacer pasar mal de verdad, porque no tiene nada realmente importante con qué compararlos. Pero si ponemos en su misma situación a una niña de 19 añitos que ha huido de su país, que es una zona de conflicto, convirtiéndose en refugiada, que ha pasado hambre y que ha sufrido las miserias de la guerra en sus carnes, probablemente no tenga ni ese sufrimiento ni ese estrés y como mucho sienta un pelín de nerviosismo. ¿Es mejor la situación de la segunda chica? Creo que es obvio que no, una situación mala es una situación mala y eso no le gusta a nadie, pero en el peor de los casos, cuando te toca vivir una de estas, puedes tener el pequeño consuelo al saber que vas a salir de ella siendo mucho más fuerte de lo que eras en un principio.
Y cuando una situación es mala, pero mala de verdad, de esas a las que es prácticamente imposible reponerse y en la que solo puedes pensar «¿por qué a mí?», alguien mucho más sabio que yo me dijo que la mejor manera de reponerte es cambiar esa pregunta. No es por qué, es más bien para qué. ¿Para qué a ti? Probablemente lo averigües antes o después.
Pero bueno, voy a ir con mi historia y a explicar cómo empecé yo a cambiar lo que podría haber llegado a ser un círculo vicioso en un círculo virtuoso. Y prácticamente todos los agradecimientos por este cambio se los tengo que dar a mi señora madre.
Imaginaos a mi yo de ocho años, un niño movido, inquieto, que no puede pararse mucho rato en el mismo sitio excepto cuando se sumerge en la lectura. Ha empezado tercero de primaria, y con ese cambio viene un nuevo profesor, que es muchísimo más estricto que la profe que había en segundo y manda una barbaridad de tarea para casa. Yo iba a clase mañana y tarde, así que salía del colegio para ir a casa a las 17:30. Todas las tardes tenía al menos una actividad extraescolar, cuando no dos. Y a mi madre le gustaba que nos acostásemos pronto. Si juntamos actividad extraescolar y clases por la tarde, y le añadimos un toquecito de «a las diez en la cama», entenderéis que lo de la tarea para casa era desquiciante. Y yo era un niño listo. De los repelentitos, además, de los que además de ser inteligentes, se hacen el listillo. Pero no me daba tiempo, y como no me gustaba hacer las cosas mal, me agobiaba mucho y me estresé bastante. Curioso lo de un niño de ocho años estresado, ¿verdad? Pero cierto.
Y un día de esos que eran las diez y pico de la noche, que habíamos cenado y me tocaba ponerme a hacer tarea porque no me había dado tiempo a acabarla durante la tarde, mi cabeza explotó y me puse a llorar. Y mi madre me cambió la vida por completo.
Simplemente llenando un vaso de agua a la mitad.
A la mitad exacta, además, sin trampa ni cartón, con un medidor.
Y cuando lo tuvo ahí, a la mitad, me lo enseñó y me preguntó: «¿Cómo ves este vaso? ¿Medio lleno o medio vacío?». A lo que yo, empecinado en mi angustia vital, respondí sin dudar que lo veía medio vacío y que eso era una mierda. En ese momento mi madre cogió el vaso y me demostró con el medidor que estaba exactamente en la mitad. Y me dijo las palabras que lo cambiaron todo a partir de ahí: «El vaso está en la mitad. Tú decides si quieres que esté medio lleno o medio vacío, las dos opciones van a ser ciertas».
Es probable que mi madre tuviera que decirle muchas más cosas a mi yo de ocho años hasta que captó el concepto, pero lo cierto es que esto que os acabo de narrar lleva en mi cabeza desde entonces, y recuerdo perfectamente la sensación que me embargó, la «iluminación» que alcancé.
Porque a partir de ese día recuerdo perfectamente el esfuerzo diario por ver las cosas positivas a todo lo malo. Y todos los lunes me levantaba pensando en que el lunes ya estaba prácticamente finiquitado, que no quedaba casi nada para el fin de semana, apenas cuatro días. Y cuando mandaban un montón de tarea, yo pensaba: «¡Menos tarea podrá mandar otro día!, ¡que se le acaba el libro!
Tengo la suerte de recordar el momento exacto en que decidí romper el posible inicio de un círculo vicioso y cambiar totalmente el rumbo para construir un fortísimo círculo virtuoso. Y puedo asegurar que funcionó.
Y ahora, cuento:
La máquina es simplemente una caja metálica con una palanca. No tiene botones, pantallas ni luces, solo una palanca que puedes bajar y subir.
En el anuncio del periódico hablaban de un «novedoso experimento» que podía lograr una «transformación inimaginable» en las personas y dotarlas de «habilidades increíbles». Que recuerde, no especificaban ningún tipo de retribución económica, pero estoy casi seguro de haber leído «cuantiosa recompensa».
Cuando he llegado, la recepcionista me ha hecho pasar a esta sala dónde solo estamos la caja y yo.
—No toque la máquina hasta que no hable con el doctor, él es el que tiene que calibrarla. —Luego se ha ido con un escueto—: Vendrá en un momento, usted espere aquí.
Doy una vuelta alrededor de la supuesta máquina buscando cables que la unan a la corriente, pero no los encuentro. En apariencia es simplemente eso, una caja metálica con una palanca. Me ha dicho que no la toque, pero tengo mucha curiosidad por ver si los cables pueden entrar por debajo, me cuesta creer que esto sea una simple caja. Miro la parte superior de las paredes buscando cámaras, pero la habitación está totalmente vacía. «De perdidos, al río», pienso, e intento moverla, con el mismo éxito que si hubiese intentado mover la pared.
En ese momento se abre la puerta y entra un señor con bata blanca. Calculo que rondará la edad de jubilarse, pues tanto su pelo como su bigote son de un blanco níveo. Lleva unas gafas de montura redonda y luce una gran sonrisa. En la mano lleva una carpeta, que deja sobre la máquina para darme la mano mientras se presenta.
—Encantado de conocerle, señor García. Yo soy el doctor Wonderful, responsable de este experimento.
—Encantado. —respondo. Tiene una manera de apretar la mano que me hace sentir cómodo. Con la fuerza justa y el tempo correcto. No es algo que todo el mundo sepa hacer bien.
—¿Considera usted que ha cumplido con las metas que tenía de niño? ¿Cree que su vida es satisfactoria? ¿Tiene algún sueño que no se ve capaz de conseguir? —Me lanza las preguntas seguidas, casi sin coger ni aire.
Parpadeo sorprendido mientras echo levemente la cabeza para atrás, en un gesto de sorpresa que no consigo evitar.
Me mira inquisitivo.
—Muy bien, señor García, ¿qué me diría si le ofrezco un millón de euros por accionar esa palanca que usted ve ahí un número indeterminado de veces, que ni usted ni yo conocemos, y que va del uno al millón? La máquina está diseñada para que mover la palanca le resulte tremendamente complicado las primeras veces, pero se va haciendo más y más fácil según aumenta el número de veces que usted la acciona. El número de veces que haya que accionarla dependerá de una serie de parámetros que yo estableceré, lo mismo pueden ser siete que setecientas mil setecientas setenta y siete. Eso sí, usted no sabe ni puede saber cuántas veces van a ser necesarias. —Sus ojos brillan tras sus gafas mientras me mira esperando respuesta.
—Le diría que cuándo tengo que empezar —le contesto, mientras simulo que me arremango.
—¡Estupendo! —exclama mientras da palmaditas de contento—. Porque el premio es aún más valioso que un millón de euros.
—Ya me dirá usted cómo… ¿Son acaso dos millones?
—¡No me sea superficial, muchacho! Esta máquina es una representación a escala de cómo funciona el cerebro humano a la hora de adquirir habilidades, simplificándola hasta convertirla en la perfecta metáfora. Las primeras veces que intentas bajar la palanca, el esfuerzo puede parecer sobrehumano, y quizás los primeros días no consigas que baje más de una o dos veces. Pero si perseveras, cada vez te costará menos y podrás bajarla más veces hasta que sea un gesto totalmente mecánico que puedas repetir sin esfuerzo ninguno. ¡Y tú mismo acabas de decirme que estarías dispuesto a bajarla un millón de veces! Lo has hecho porque confiabas en la recompensa final. El principal enemigo del potencial humano somos nosotros mismos, con nuestros miedos, y muchas veces dejamos que ellos nos impidan desarrollarnos. Acabamos de eliminar esa barrera para usted. ¡Le aseguro con total certeza que en cualquier cosa que repita un millón de veces, será usted un maestro, un virtuoso! Y en la mayoría de ellas no necesitará ni mucho menos llegar a tanto. —Tras tomar aire, con las mejillas arreboladas y los ojillos brillantes por la emoción, me aferra de los hombros y exclama—: ¡Y ahora, muchacho, salga usted a comerse el mundo!
Bueno, aunque esto lo he escrito yo y no lo he copiado de ninguna parte, me imagino que habrá muchos textos similares en tantos otros libros de autoayuda de los que pululan por ahí. No soy excesivamente fan de los libros de autoayuda, pero los que he leído en general me han gustado. Sí, tienden a decir obviedades y a verlo todo de color de rosa, pero es que esto no es malo. El arte de la guerra de Sun Tzu es una amalgama de tácticas y consejos de cara a la guerra que han estudiado grandes generales de todos los tiempos desde que se escribió, y si os ponéis a leerlo veréis que no son sino una serie de obviedades muy grandes. La cuestión es que, al ponerlas todas juntas, y si eres capaz de tenerlas en tu cabeza y aplicarlas, lo más probable es que ganes la guerra o la batalla que tengas entre manos. El problema es tenerlas todas en mente y aplicarlas. Con los libros de autoayuda pasa lo mismo, al igual que con los coach y sus charlas motivadoras de las que sales convencidísimo de que tu vida a partir de ese momento va a ser una película Disney en la que todo va a salir fenomenal.
Pero la verdad, la gran verdad aquí, y creo que es el problema por el que los libros de autoayuda tienen tan mala fama, es que leer El arte de la guerra no te convierte en un gran general capaz de vencer cualquier batalla, y leer un libro de autoayuda o escuchar a un coach vendiéndote consejos sobre cómo podrías mejorar como persona no te convierte automáticamente en un ser de luz capaz de evitar desdichas y confrontaciones. Curiosamente, lo primero es fácil de entender, pero lo segundo a la gente parece escapársele.
Puestos a elegir, yo preferiría, si tuviera que liderar un ejército, haber leído a Sun Tzu. Esto es fácilmente entendible, así que es67
pero que también entiendas que, puestos a vivir una vida, mejor haber leído un buen libro de autoayuda, que desde luego mal no te va a hacer.
El optimismo te beneficia mucho más que el pesimismo en todos los niveles de tu vida, pero hay que entrenarlo. Y al igual que no se te ocurriría leer un libro sobre maratones y correr una maratón al día siguiente, no puedes pretender ser un optimista nato mañana después de haber leído esto; tienes que ir entrenando poquito a poco hasta llegar a tener el optimismo como una forma natural de ver el mundo que te rodea. Y si este libro llega a ti en un mal momento, es probable que no seas capaz de ver el lado positivo a lo que te pasa. Si cayeses en el mar sin saber nadar, probablemente te ahogarías, aunque una vez hubieses leído cómo se nada. Pero si te rescatan y aprendes, quizás la próxima vez que caigas al mar no sea necesario que nadie te rescate. O incluso seas tú el que rescate a alguien.
La conclusión: el optimismo es un músculo más, y como tal, si quieres desarrollarlo, necesitas entrenarlo.
Resumiendo: para que el mundo sea un lugar mejor, tenemos que intentar cambiarlo a mejor, y la forma óptima de empezar a hacerlo es intentar ser más felices nosotros mismos. Solo estando a gusto contigo podrás empezar de verdad a estar a gusto con los demás. Para lograr llegar a un estado de felicidad basal, intentaremos generar un círculo virtuoso. Las palabras generan pensamientos, estos generan emociones, y las emociones, a su vez, son las causantes de nuestros actos. Por ello la forma más sencilla, que no la más rápida, de generar actos positivos es empezar cambiando nuestro lenguaje e intentando usar palabras positivas. Esto generará pensamientos positivos que conducirán a emociones positivas y, finalmente, a actos positivos. Y estos actos positivos generarán nuevas palabras y pensamientos positivos. Para generar un círculo virtuoso fuerte hay que entrenar, cada día hay que buscar ver el lado bueno de las cosas, puesto que cuanto mejor seas en ello, más sencillo te resultará continuar haciéndolo y mayores niveles de felicidad podrás alcanzar. Además, si caes en un círculo vicioso contrario, dejando que los pensamientos negativos sean lo habitual, estarás entrenando eso, y el resultado final será que serás capaz de ver algo malo en todo lo que te pase, por buena que sea tu situación.